DOI: 10.5965/2175180307152015042
http://dx.doi.org/10.5965/2175180307152015042



“Autobiografías en miniatura”.
Apuntes y reflexiones sobre la correspondencia infantil [1]
Verónica Sierra Blas
Universidad de Alcalá. SIECE.
Grupo LEA. RedAIEP.
Espanha
veronica.sierra@uah.es

Resumen
No es que las cartas fueran ni hayan sido el único medio de expresión del “yo” de la infancia, pero sí que han constituido durante siglos el género de escritura más empleado por parte de los niños para dejar rastro de sí. Este artículo pretende ser una reflexión general sobre la correspondencia infantil, centrándose especialmente en el papel de la carta como configuradora de la identidad y en su uso pedagógico, institucionalizado en las escuelas entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX. Por otro lado, se repasan los usos que los niños han hecho de la escritura epistolar a lo largo de la historia, así como las funciones principales que las cartas vinieron a cumplir en sus vidas, según sus tipologías y fines. Finalmente, se señalan las principales características de la correspondencia infantil, que es esencial tener en cuenta cuando se convierte a las cartas escritas por niños en objeto de estudio.

Palabras clave: Historia de la Cultura Escrita; Época Contemporánea; Correspondencia; Infancia.

“Autobiographies in miniature”. Notes and reflections on children correspondence

Abstract
Letters are not the only way of the children expression of itself, but they have constituted the genre of writing more employed by children during centuries in order to leave tracks of them. This article pretends to be a general reflection on children correspondence, center its attention on the role play by letters like builder of identity and pedagogical tool, became institutionalized in schools between XIX and XX centuries. In other hand, it looks over the uses that children have made of epistolary writing during history, and also the principal functions that letters accomplish in their lives according to its typologies and finalities. Finally, it marks the main characteristics of children correspondence that all researches must know when make letters their study object.

Key words: History of Written Culture; Contemporary Age; Correspondence; Children.


“Autobiografias em miniatura”. Notas e reflexões sobre a correspondência infantil

Resumo
Não que as cartas tenham sido o único meio de expressão do “eu” da infância, senão que constituíram durante séculos o gênero de escrita mais empregado por parte das crianças para deixar rastros de si mesmas. Este artigo pretende ser uma reflexão geral sobre a correspondência infantil, centrando-se especialmente no papel da carta como configuradora da identidade e em seu uso pedagógico, institucionalizado nas escolas entre meados do século XIX e meados do século XX. Por outro lado, os usos que as crianças fizeram da escrita epistolar passam à margem da história, assim como as funções principais que as cartas vieram a desempenhar em suas vidas, segundo suas tipologias e finalidades. Finalmente, apontam-se as principais características da correspondência infantil, que é essencial ter em conta quando se trata de transformar as cartas escritas por crianças em objeto de estudo.

Palavras-chave: História da cultura escrita; Idade contemporânea; Correspondência; Infância.


Para Mario y Carlos, que aún tienen
por delante muchas cartas que escribir.

 

 

1. Escribir, ser y estar

Si convenimos que la carta es el vehículo [que] nos sirve de instrumento para manifestar por escrito lo que deseamos, somos, pensamos y sentimos en determinados momentos de nuestra vida, […] se comprende y justifica el noble y común afán de los padres y de los maestros […] de que los niños, desde la más temprana edad, se ejerciten en el aprendizaje y […] [en el] cultivo del arte epistolar (BORRELL DE VALLS, 1932, pp. 9-10).

Con esta defensa del género epistolar y su necesario aprendizaje en la escuela iniciaba el prólogo de su Nueva guía epistolar para escolares y adultos Ester Borrell de Valls. Su apuesta por la carta como herramienta educativa no partía solo de una convicción personal, apoyada seguramente en su propia experiencia docente y en la de otros maestros, sino que respondía también a una larga tradición pedagógica que hundía sus raíces en la cuna misma de la escritura y que había demostrado sobradamente la utilidad de la epístola como medio de transmisión de saberes y como instrumento de aculturación y socialización (BANFI y FORABOSCHI, 1995).

Con la extensión de la Enseñanza Primaria, convertida en pública y obligatoria desde mediados del siglo XIX, la carta, que había sido durante centurias y siguió siendo hasta bien avanzada la primera mitad del siglo XX el medio de comunicación por excelencia, pasó a protagonizar la vida de generaciones y generaciones de niños (y de adultos) que, por vez primera en la historia, e independientemente de su procedencia social, accedieron a la educación, aunque en grados, situaciones y condiciones muy diversas (VIÑAO FRAGO, 2004).

Este ingreso masivo e indiferenciado de alumnos en las aulas llevó aparejados importantes cambios en la concepción y fines de la escuela, así como en los métodos educativos. Entre otras muchas cosas, y en relación a la escritura, se desterró la caligrafía de los programas escolares, ya que convertir a los niños en magníficos pendolistas, capaces de trazar infinidad de tipos de letras que, en su mayoría, estaban ya en desuso, carecía totalmente de sentido en el seno de una sociedad moderna donde lo que primaban eran, ante todo, la utilidad y la rapidez (ESTEBAN, 1997, p. 338).

Frente a la caligrafía, cobró importancia la “escritura ordinaria” (FABRE, 1993 y 1997). No se trataba ya de hacer bellas y perfectas muestras caligráficas, sino de que los alumnos fueran capaces de redactar cualquier tipo de documento corriente para poder desarrollarse con éxito en la vida diaria futura, tanto laboral como personal. Saber llevar las cuentas de la casa o del negocio, extender recibos y pagarés, componer un diario o un libro de memorias, rellenar solicitudes, formularios e instancias y, especialmente, redactar cartas de los más diferentes estilos, fueron por ello actividades habituales en la escuela de mediados de los siglos XIX y XX, como bien reflejan los numerosos ejercicios de escritura de este tipo que contienen los cuadernos escolares conservados de este periodo, consistentes en aprender a redactar una carta acorde con una situación determinada y en función de un destinatario concreto (POZO ANDRÉS y RAMOS ZAMORA, 2003, 2008 y 2010).

Así, la tarde del 26 de noviembre de 1941, los alumnos de tercer curso del Colegio Teresiano de Campo de Criptana (Ciudad Real) tuvieron que escribir una carta de felicitación de Navidad a un amigo. Ramón Arteaga Calonge, quien contaría entonces con 9-10 años, se imaginó en plenas vacaciones navideñas, con mucho tiempo libre para divertirse, y en vez de escribir a su amigo Juanito felicitándole las fiestas, siguiendo las instrucciones dadas por la maestra para la realización  del ejercicio,  lo  que  hizo fue invitarle a ir a su casa para jugar juntos, de ahí que la calificación obtenida dejara  bastante  que  desear, como  bien  refleja el “Mal” que  la  maestra  anotó  con  un  lápiz  azul  sobre  la escritura del niño.

Esta “institucionalización” de la escritura ordinaria se evidencia, igualmente, en muchos de los materiales educativos que se emplearon en las aulas del momento, como puede apreciarse muy bien, debido a la generalización de su uso, en los manuales escolares. No es que en los libros de texto de las distintas materias o de carácter transversal que ya existían se integraran ahora documentos ordinarios para explicar determinados conceptos o temas, o se utilizasen los mismos como medio para aprender distintas destrezas (escribir, sin ir más lejos) y adquirir diversas competencias (fundamentalmente la lingüística), sino que surgieron ahora manuales específicos destinados a enseñar a los niños a escribir documentos usuales, como las Lecturas de manuscritos (ESCOLANO, 1997).

Definidas como obras “cuyo carácter de letra es igual o parecido al que se hace con la pluma ordinariamente” (ÁLVAREZ ANGULO, 1962, p. 35), lo que las caracterizaba era que contenían en sus páginas numerosos modelos de estos documentos cotidianos, aunque esencialmente de cartas, de ahí que muchos de estos libros hayan sido considerados verdaderos tratados epistolares infantiles, como la obra de Ester Borrell de Valls anteriormente mencionada, cuyo objetivo no era otro que servir de guía para que los niños (y los que no eran tan niños y no estaban familiarizados aún con la escritura) aprendieran a redactar sus cartas y pudieran así, ajustándolas a sus circunstancias particulares, emplearlas posteriormente en su vida diaria (DAUPHIN, 2000; SIERRA BLAS, 2003 y 2004; POSTER Y MITCHELL, 2007; TARGHETTA, 2013).

Al margen de su evidente carácter práctico y de su eficiente aplicación didáctica, las cartas llevaban aparejadas otras muchas virtudes que padres y maestros supieron valorar en su justa medida, motivo por el cual, como han señalado Maria Luisa Betri y Daniela Maldini Chiarito, su aprendizaje “se convirtió en una exigencia, en un deber tanto familiar como social, y las mismas familias quisieron enseñar a sus hijos las reglas propias de dicha práctica y solicitaron que en las escuelas los maestros se empeñaran en su aprendizaje” (BETRI y MALDINI CHIARITO, 2000, p. 8).

Willemijn Ruberg ha afirmado que en la carta se expresaba una “doble idea pedagógica”: la que tenía que ver con el mundo exterior del niño, con su socialización, y la que remitía a su mundo interno, a la introspección o reflexión sobre sí mismo (RUBERG, 2005, pp. 297-298). Aprender a escribir cartas era así, por un lado, sinónimo de aprender a comportarse en el seno de una sociedad o comunidad de pertenencia; conocer e interiorizar las normas, valores, ideas y costumbres imperantes en ella, y gracias a ello, situarse en el orden social establecido y participar en él según la posición que se ocupara con respecto a los demás. Acatar las reglas del juego social equivalía a “saber estar” y permitía relacionarse con los otros de manera adecuada, respondiendo así a las convenciones sociales, a las “buenas maneras”, y legitimándose de este modo las jerarquías existentes (BARTON y HALL, 1999).

Pero, además, escribir correctamente una carta suponía, por otro lado, desarrollar todo un ejercicio de definición y autorrepresentación, e invitaba a conocerse mejor a uno mismo, dado que quien escribía no hacía sino autorretratarse sobre el papel, fabricar una imagen de sí para su destinatario, dotando a la carta de un carácter referencial o autobiográfico que hacía posible cumplir con el “pacto epistolar” (GUILLÉN, 1998). La correspondencia jugaba, en este sentido, un papel clave en la configuración de la identidad individual y también colectiva y, derivado de dicho proceso, dejaba registradas, de una manera más o menos explícita, de un modo más o menos espontáneo, de forma a veces mediatizada y en otras ocasiones completamente libre, las experiencias, las emociones y los pensamientos de los niños (ROPER, 2001; BRUCE, 2014), convirtiéndose la carta en una especie de “autobiografía en miniatura” (CAFFARENA, 2005).

2. De carta en carta

Sin duda, fueron las cartas familiares las que permitieron a los niños conquistar el mundo de la cultura escrita en la Edad Contemporánea y las que les ofrecieron la oportunidad, por tanto, de dejar su huella en la historia. Escrita desde casa o desde la escuela, la correspondencia infantil respondía, por lo general, a una necesidad comunicativa generada por el alejamiento de los hijos del núcleo familiar, como queda reflejado en muchos de los epistolarios familiares conservados y el significativo predominio de modelos de esta tipología epistolar en los manuales destinados tanto a niños como a adultos (CHARTIER, 1991).

Los motivos de la separación fueron muy diversos, tan ordinarios como extraordinarios, si bien destacaron, por un lado, el cumplimiento del deseo de los padres de dar una mejor vida a sus hijos que la que ellos habían tenido gracias al acceso de estos a una mejor formación, hecho que llevó a muchos a tener que internarlos en centros escolares lejos de sus hogares o confiar su tutela a otros familiares, como tíos o abuelos, cuyas mejores condiciones económicas permitían la continuación y/o ampliación de sus estudios; y, por otro, la participación infantil en las emigraciones transoceánicas masivas que tuvieron lugar desde mediados del siglo XIX o en las importantes evacuaciones infantiles desarrolladas en el marco de los grandes conflictos bélicos que asolaron el mundo a lo largo del siglo XX.

Junto a la distancia geográfica se producía en estas circunstancias una distancia afectiva, y las cartas resultaron ser el medio más idóneo para superar la primera y colmar la segunda, al tiempo que el instrumento más eficaz que los padres encontraron para mantener el control sobre sus hijos. Estos sabían muy bien que debían dar cuenta de todo lo que ocurría a su alrededor, por insignificante que fuera, y que nada podían hacer o decidir sin el consentimiento de sus progenitores. Los padres se sirvieron así de la escritura epistolar para hacer valer su autoridad a pesar de la ausencia, convirtiendo las cartas en lugares estratégicos para construir una determinada identidad familiar, transmitirla y, a través de la misma, inculcar a sus hijos los valores, principios y tradiciones en los que esta se asentaba y reafirmaba (DAUPHIN, LEBRUN-PEZERAT y POUBLAN, 1995).

Así, por ejemplo, los padres de los niños españoles evacuados a México en 1937 con motivo de la Guerra Civil mantuvieron un intenso intercambio epistolar con sus hijos, tratando en todo momento de aconsejarles y de transmitirles una serie de principios morales e ideológicos, exigiéndoles que les rindieran cuentas de manera regular sobre su estado de salud, su comportamiento o sus amistades, prohibiéndoles o autorizándoles a realizar distintas actividades, además de decidir todo lo concerniente a su educación, algo que desde el primer momento dejaron también claro a María de los Ángeles de Chávez Orozco, la responsable del organismo encargado de la atención a los menores refugiados, el Comité de Ayuda a los Niños del Pueblo Español, a la que dirigieron cartas como la que se transcribe a continuación, escrita desde Barcelona el 20 de agosto de 1938 por Tomás García y Teresa Borrás, padres de dos de los 456 niños evacuados:

Apreciable compañera:

El que suscribe estas cuatro rayas, padre de dos niños españoles refugiados en ese país mil veces leal y llamados Tomás y Eduardo García Borrás, naturales de Barcelona y que actualmente se encuentran alojados en Morelia, Michoacán, se atreve a escribirle esta carta para hacerle algunas observaciones que seguro estoy transmitirá a mis nenes y a sus respectivos profesores.
Estas son: que mis dos hijos, Tomás y Eduardo, los cuales junto con nosotros han residido en Francia 8 años y naturalmente allí iban a la escuela y desde luego les enseñaban Francés, desearía que en la escuela les dieran algunas lecciones de este idioma (dos o tres lecciones por semana) para que no lo olvidaran, que sería una lástima.

Luego de hacerles que nos escriban una carta cada 15 días por lo menos y decirles que recibirán otras tantas nuestras de no dejarles salir con ningún particular ajeno a la escuela y de no hablarles para nada de la terrible guerra que sostenemos aquí con el fascismo internacional, capitaneado por cuatro esqueléticos payasos que tarde o temprano serán pisoteados por las fuerzas del pueblo.

No le molesto más, estimada Camarada, dé Vd. saludos a los demás compañeros del Comité, que siento ahora no recordar sus nombres. Y dándole las más expresivas gracias anticipadas, disponga como quiera de estos que se consideran sus amigos,
Tomás García y Teresa Borrás (SIERRA BLAS, 2014, p. 330).[2]

Por el contrario, para los hijos, las cartas familiares eran la mejor demostración del respeto debido a sus mayores, todo un ejercicio de humildad y disciplinamiento, al tiempo que la representación por excelencia de sus principales obligaciones. Sabedores de las mismas, los niños españoles evacuados durante la Guerra Civil a los distintos países que mostraron su apoyo a la causa republicana, como fue el caso de México, anteriormente citado, o de la URSS, por citar algún otro caso relevante, ya que allí fueron a parar un total de 2.895 menores entre el 28 de marzo de 1937 y finales del mes de noviembre de 1938, se convirtieron desde el momento mismo de su salida en corresponsales responsables.

Nada más desembarcar en los puertos de Leningrado y Yalta, los menores evacuados a la Unión Soviética recurrieron a las cartas conscientes de que solo a través de ellas era posible mantener la unión familiar en la distancia. Antes de partir prometieron a sus progenitores informarles a su llegada sobre el viaje realizado y el recibimiento del que habían sido objeto por parte del pueblo soviético, al tiempo que proporcionarles una dirección de contacto a la que poder escribirles una vez se instalaran en sus nuevos hogares, las Casas de Niños que el Narkompros (Comisariado del Pueblo para la Enseñanza) acondicionó especialmente para ellos en distintas ciudades de la Federación Rusa y de Ucrania. Así se dirigió a su familia Gilberto Santas el 23 de junio de 1937 desde el puerto de Cronstadt en una carta que hacía las veces de “diario de a bordo”:

El día 22 por la mañana apareció a nuestra vista una de las puntas de Finlandia, que está a la entrada del golfo de su nombre. Dejamos a la izquierda esta parte de tierra y de pronto vimos a la derecha los montes de [Ucrania]. Seguimos por el golfo adelante distrayéndonos con la tierra que a uno y otro lado nuestro se veía. A mediodía nos salió a recibir un acorazado ruso muy grande y, por la tarde, una docena de submarinos nos entretuvieron viéndoles meterse y salir del agua. Unos dos kilómetros antes de llegar a Leningrado se veían numerosas casas en el agua, de modo que parecía una ciudad en el agua.

En el puerto contamos hasta 18 submarinos juntos y bastantes barcos de guerra. El barco iba como por una carretera, pues a uno y otro lado de él había unas tiras de tierra con flores muy bonitas, y por esta especie de camino llegamos al fin del viaje, donde nos esperaban numerosas gentes, rusos y rusas que con cantos muy bien cantados, que aunque no los entendíamos nos agradaba el tono. Enfrente nuestro había situada una casa con gran cantidad de banderas que descendían desde su cumbre hasta el patio, donde estaba el barco. Llegamos a las 11 de la noche y nos echamos a la cama a la 1. Para desembarcar lo antes posible nos levantamos a las 6 de la mañana y a las 7 empezamos a desembarcar (SIERRA BLAS, 2014, pp. 175-176).[3]

Estas obligaciones filiales debían cumplirse de forma continuada y equilibrada, pero se manifestaban de un modo exacerbado y a veces hasta desmedido en determinados momentos del año, como la Navidad, el Año Nuevo, el día del padre o de la madre, sus fiestas onomásticas y cumpleaños, etc. En estas fechas tan señaladas se dejaban al margen las formas y contenidos habituales, el cuidado en la escritura y en la disposición de lo escrito se multiplicaban hasta grados insospechados, se ponían en práctica todas las normas aprehendidas, los halagos complacientes plagaban de arriba abajo las misivas e incluso estas se engalanaban con ricos materiales inexistentes en la correspondencia “ordinaria”, tales como seda, purpurina, celofán u hojas secas, llegando a adoptar formatos originales, bien por ser elaborados de manera artesanal por los propios niños, bien por ser encargados y/o adquiridos en librerías y papelerías especializadas en este tipo de productos (SIERRA BLAS y COLOTTA, 2005).

Junto a las felicitaciones, la subordinación de los hijos a los padres, reflejada en esa obediencia y respeto siempre debidos y explicitados por escrito, puede también apreciarse en las conocidas como “cartas de perdón”, donde se evidencia a la perfección, tal y como ha señalado Amedeo Messina, cómo “ser bueno y obedecer” era el signo existencial de la práctica epistolar infantil (MESSINA, 1993, p. 18). Davide Montino estableció el protocolo epistolar que los niños debían seguir para alcanzar el perdón paterno y/o materno: primero, reconocer la culpa; después, solicitar la disculpa; y, finalmente, prometer no volver a cometer la falta en cuestión. Este esquema se cumple punto por punto en esta carta que la niña Linda P., natural de Génova, le dirigió a su mamá en 1901 para confesarle arrepentida que fue ella, y no su hermanito pequeño, quien le robó un dedal de su costurero:

He sido injusta, querida mamita. Esta noche no pude dormir, me parecía que tenía un peso en la conciencia y no me atrevo a presentarme ante ti si no sé qué estás dispuesta a perdonarme. Soy yo la que tomé tu dedal, no fue mi hermanito. Perdóname. Nunca más lo haré, mamita, no. No quiero dar disgustos ni a ti ni tampoco a papá. Quiero ser vuestro sosiego. Seré una buena jovencita y no cometeré más estos errores. Puedes estar segura, querida mamita, de que cumpliré mi promesa. Esperando que esta vez me perdones, tu arrepentida hija Linda (MONTINO, 2006, p. 226).[4]

Unas y otras cartas familiares, felicitaciones y disculpas, han sido calificadas por numerosos investigadores como “cartas artificiales” o “cartas solemnes”, dado su estilo grandilocuente y estereotipado, que remite, sin lugar a dudas, a la copia o imitación de determinados modelos, y debido también a los numerosos clichés que en ellas se reproducen mecánicamente y que acaban con casi cualquier vestigio de la naturalidad y de la espontaneidad infantiles (MONTINO, 2003).

Pero, más allá de las cartas familiares, si algo demuestran los cada vez más abundantes estudios sobre la correspondencia infantil es que los niños han practicado la escritura epistolar en todas sus vertientes y dimensiones. El desnivel de roles y poderes reflejado en la “comunicación vertical” que suponen las cartas cruzadas entre padres e hijos alcanza su punto más álgido en el caso de las llamadas “cartas de súplica” (lettere ai potenti) (ZADRA y FAIT, 1991; BERCE, 2014; LYONS, 2015), dirigidas a distintas personas que por ocupar una posición social, política, cultural y/o económica privilegiada pueden conceder determinados favores.

Son numerosas las cartas que los niños han dirigido a los directores y profesores de sus centros educativos (GARDEN, 1969; JULIÀ, 1984; PERES y ALVES, 2009), a los gobernantes de una nación (sean estos reyes, dictadores o presidentes del gobierno) (MAZZATOSTA  y  VOLPI,  1980;  MESSINA,  1993;  GUERRINI  Y  PLUVIANO,  1995; HOLZER,   1998;   GIBELLI,  2005;  WINGENTER,   2007;  SIERRA  BLAS  y  ZENOBI,  2008)




o a personajes famosos (artistas, músicos, deportistas, escritores, etc.) (IUSO y ANTONELLI, 2007; SIERRA BLAS, 2015) y “mágicos” (algunos incluso ficticios, como los Reyes Magos y Papá Noel, y hasta protagonistas de cuentos y películas, como Robin Hood, Sherlock Holmes, Peter Pan o Harry Potter, entre otros) (LAMBERTI ZANARDI y SCHISA, 1991; RIVERA, 2013), con el fin de solicitar ayuda para fines diversos.

Entre 1930 y 1938 fueron millones las cartas infantiles que llegaron a la Comisión Central para la Mejora de la Vida de los Niños y de la Unión de la Juventud Comunista, concretamente al Archivo de la Secretaría Particular de Nadežda Konstantinovna Krupskaja, mujer de Lenin, quien desde 1921 fue la responsable de la Glavpolitprosvet (Dirección de Educación Política). En un momento de crisis y pobreza, como fue para muchos países la Gran Depresión de los años 30, los niños soviéticos buscaron en la escritura epistolar el remedio a sus miserias, tratando de obtener mediante sus cartas de súplica aquello de lo que carecían. A pesar de las limitaciones formales que este tipo de misivas presenta, dado su carácter rígido y estático y el reiterado uso de tratamientos y fórmulas propios de su inherente lenguaje burocrático y jurídico, los niños supieron combinar el necesario discurso oficial de adhesión al régimen soviético, definiéndose como “inmejorables pioneros” y “fieles ciudadanos”, con la denuncia de su situación precaria, empleando para ello un cierto tono de lamento cuya función no era otra que impresionar a su poderosa destinataria, como bien ha señalado Dorena Caroli. Las peticiones enviadas iban desde subsidios para poder asistir a la escuela, obtener una plaza en algún hospital o internado o conseguir algo de comida que llevarse a la boca, hasta peticiones de trabajo para los padres, una casa en la que poder vivir, la liberación de un familiar en prisión o simplemente ropa y calzado para poder vestirse, como solicita en la siguiente carta, fechada el 27 de enero de 1930, esta niña de la Escuela Elemental del distrito de Davydov:

Salud, querida señora Nadežda Konstantinovna. Sabiendo de su preocupación por los niños y la atención que nos presta he decidido escribirle para pedirle un favor […]. Actualmente no puedo asistir a la escuela porque no tengo zapatos y a causa de mis condiciones de salud puedo solo caminar con zapatos especiales, porque tengo un pie enfermo desde que nací. Mi padre es obrero, trabaja en Solidaridad Obrera, y gana 70 rublos al mes. En casa somos ocho personas, de las cuales seis somos niños (el mayor tiene 15 años y el pequeño 5 meses), y cuatro vamos a la escuela. Nuestro padre no puede comprarnos a todos zapatos, porque con su salario solo tenemos para comer. No tenemos tierras […]. En nuestra escuela han repartido zapatos a 90 alumnos, pero el maestro no ha conseguido más zapatos para el resto […]. Querida señora, sea buena, respóndame y complázcame. Yo quedaré muy, muy agradecida (CAROLI, 2006, pp. 190-191).[5]

Esta “comunicación vertical” tiene su contrapunto en la “comunicación horizontal” reflejada en las cartas intercambiadas de igual a igual, es decir, cruzadas entre niños, bien dentro de la escuela, bien fuera de ella. Son pocos los vestigios que nos han llegado de la correspondencia infantil generada en el ámbito privado, en gran medida por su carácter subversivo, en cuanto que solían ser cartas no controladas por los adultos, intercambiadas incluso a escondidas entre amigos y, por tanto, de existencia generalmente efímera (CAMARGO, 2001). Por el contrario, sí que han llegado hasta nosotros múltiples muestras de la “correspondencia interescolar”, sobradamente conocida, creada y potenciada en un principio por la escuela freinetiana y adoptada posteriormente en un buen número de escuelas de idearios y métodos muy diversos, y que aún hoy sigue practicándose con profusión en todo el planeta.

Con el intercambio de cartas entre alumnos de distintos centros, Célestin Freinet pretendía motivar a los niños para escribir por sí mismos, libres de la influencia de los adultos, al tiempo que generar en ellos la necesidad y el placer de la escritura de forma espontánea y natural. Para él, la correspondencia interescolar era un “compartir toda la vida de los niños por medio de la expresión escrita de los descubrimientos, los sentimientos, las alegrías [y] los asombros ante los hechos de la vida cotidiana” (FREINET, 1986). Convencido de ello, Román Francisco Aparicio Pérez, maestro de la Escuela Unitaria de Niños nº 2 de Arganda del Rey (Madrid) desde mayo de 1919, animó durante muchos años el intercambio epistolar entre sus alumnos y los de la Escuela nº 10 de Bruselas, uno de los centros educativos que visitó durante una estancia de dos meses que realizó en dicho país gracias a una beca de la Junta de Ampliación de Estudios (JAE), ligada a la Institución Libre de Enseñanza (ILE), cuyo fin era observar las innovaciones y métodos de la Escuela Activa desarrollados por Ovidio Decroly. Dicho intercambio epistolar escolar quedó registrado en el cuaderno de rotación que compusieron sus alumnos entre 1922 y 1932, donde uno de ellos anotó cómo aquellas cartas que intercambiaban con los niños de aquella otra escuela belga fueron elogiadas por parte de los inspectores que visitaron su centro escolar:

Estábamos estudiando y vinieron unas señoras y un señor que enseguida vimos que era el señor Inspector. Luego pidió el diario [de clase] y lo vio y dijo que estaba muy bien y le gustaron mucho las cartas que escribimos el año pasado a Bélgica, y el premio que enviamos a la Escuela 10 para la Fiesta de San Nicolás y también los resúmenes de los clásicos, y nos dio la enhorabuena por lo que sabíamos y por el maestro que teníamos, nos dijo que era el mejor de España y que le quisiéramos mucho y le conserváramos, pues no podía haber otro mejor. Todos estamos muy contentos. Además, dice que va a pedir una Real Orden para premiar a don Román y que iba a ver si podía premiarnos a nosotros llevando un grupo con nuestro maestro y él a Bélgica a ver a nuestros amiguitos de ese país (CERDÁ DÍAZ, 2005, p. 11).[6]

3. “Autobiografías en miniatura”

No es que las cartas fueran ni hayan sido el único medio de expresión del “yo” de la infancia, pero sí que constituyeron entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX el modo más recurrente por parte de los niños, y el que más a su alcance estos tuvieron, para dejar rastro de sí. Sin duda, el hecho de que la carta fuera el medio de comunicación por antonomasia en la época, así como el que se convirtiera en la “forma primaria de escritura” en el marco de la alfabetización contemporánea (FOLENA, 1985, p. 5), representando como ninguna otra práctica escrita la extensión social de la escritura que tuvo lugar entonces y, por tanto, el ingreso masivo de escribientes en el mundo de la cultura escrita, facilitaron el acceso de los niños al género epistolar, que se vio enormemente reforzado y potenciado, como se ha señalado, por la introducción de la escritura ordinaria en el currículum escolar.

Pero tampoco hemos de olvidar que la clave de que las huellas de la infancia nos hayan llegado fundamentalmente en forma de carta, tanto en lo que se refiere al ámbito escolar como al extraescolar, se encuentra en la historia de la carta misma (PETRUCCI, 2008; CASTILLO GÓMEZ, 2011; CASTILLO GÓMEZ y SIERRA BLAS, 2014a y 2014b). Escribir cartas es, de algún modo, participar en la celebración de una ceremonia. Al igual que esta, sea cual sea y responda a los intereses que responda, está regida por una serie de reglas y se apoya en determinados modelos que la han precedido y conformado a lo largo del tiempo para transmitir un discurso concreto; la escritura epistolar responde a una tradición propia que cuenta con unos orígenes milenarios. La carta, como ha afirmado Armando Petrucci, es uno de los géneros de escritura más fuertemente tipificados que existen. Su escritura se apoya en “unos modelos retóricos universalmente reconocidos e imitados” que han permanecido prácticamente invariables, como bien reflejan su inmutable estructura tripartita y la perpetuación siglo tras siglo, tanto en la teoría como en la práctica, de ciertos tratamientos y formulismos (PETRUCCI, 2002, p. 87).

Su rigidez normativa, su disciplinamiento inherente, podrían interpretarse a primera vista como un impedimento para el desarrollo de la naturalidad y espontaneidad infantiles, pero lo cierto es que este fuerte carácter codificado de la carta funcionó siempre más en positivo que en negativo, porque permitió que su aprendizaje fuera algo sencillo, cómodo y rápido, fruto en general del mimetismo de la práctica de otros o de los modelos estereotipados contenidos en los manuales epistolares que proliferaron tanto dentro como fuera de la escuela. Los niños supieron aprovechar las herramientas que el género en sí mismo les brindaba para apropiarse de él y, a través de las cartas, construirse ante otros, definirse a sí mismos, participar en el mundo y dejar huella de su existencia, como se ha podido ver en los diferentes ejemplos aportados.

El amplio y variado uso que de la carta hizo la infancia, frente al que realizó de otras prácticas de escritura ordinaria y personal, tanto si fue de forma voluntaria como inducida, se evidencia en las elevadas tasas de conservación documental existentes tanto en archivos públicos como privados (SIERRA BLAS, 2012), a pesar de que los intereses y modos de conservación sean muy dispares; así como en los numerosos testimonios adultos de carácter autobiográfico que, publicados o inéditos, han llegado hasta nosotros, donde la escritura y lectura de cartas ocupan siempre un papel más que destacado, al menos hasta la irrupción en escena de los Mass Media. Valgan como ejemplo las memorias de Benita Moreno García, quien al hacer balance de su vida recuerda cómo uno de los momentos que quedó para siempre grabado en su mente fue cuando llegó a su casa la primera carta enviada desde el frente por sus dos hermanos, alistados voluntariamente en las milicias populares al iniciarse la Guerra Civil española. Benita fue la que recogió la carta de manos del cartero, tras reconocer la inconfundible letra del primogénito, y su hermana mayor la encargada de darle lectura delante de toda la familia varias veces, hasta el punto de que Benita y algunos de sus hermanos acabaron aprendiéndosela de memoria:

Al salir [de la churrería] veo al cartero y me entrega la carta. Conocí la letra enseguida, subí las escaleras volando y gritando: “¡Carta, carta de nuestros hermanos, madre!”. Gritaba, reía, lloraba, todo a la vez. Todos salieron a mi encuentro. Mi hermana P., la segunda, abrió la carta, sentaron a mi madre y todos en el suelo a su alrededor… Por un momento, un silencio total. Nos concentramos tanto en la lectura que me dio la sensación de que estaban mis hermanos explicándolo en persona. Una carta llena de amor hacia todos, no se olvidaron de nombrar a ninguno, llena de humor y de ocurrencias, como siempre, haciéndonos reír y llorar a la vez. La carta la leyó tres o cuatro veces. Las pequeñitas no lo comprendían, pero los mayores ya la sabíamos de memoria (MORENO GARCÍA, 2009, p. 22).

Las cartas, medios de comunicación, relación y expresión sin parangón en el periodo contemporáneo, resultan ser así documentos clave para conocer y comprender a la infancia. A través de ellas, los niños han dejado por escrito su manera de entender y concebir el mundo, de ahí que se las haya definido muy acertadamente como los “verdaderos espejos del alma infantil” (CORRADINI, MANNHEIMER, PETTER y PONZI, 2001, p. 92). Cada carta constituye, en fin, una autobiografía en miniatura a través de la cual podemos otear múltiples horizontes en función de la tipología a la que pertenezca, las intenciones por las que nazca, los modos y condiciones en que se escriba, las funciones que cumpla o los usos que de ella se hagan.

Sin embargo, como cualquier documento, y máxime siendo obra de niños, las cartas han de leerse e interpretarse siempre teniendo en cuenta los múltiples condicionantes que las caracterizan y que, a la vez, determinan su existencia y sus sentidos. El primero de esos condicionantes es su carácter ritual. Se trata de una escritura instrumentalizada, regulada, que en muy pocas ocasiones llega a ser completamente libre, porque se desarrolla siempre siguiendo unas normas rígidas y estables, unos estereotipos que se reproducen y transmiten, tanto dentro como fuera de la escuela, generación tras generación. Los niños son conscientes en todo momento de que lo que quieren comunicar ha de integrarse en unas coordenadas sociales y discursivas definidas, que actúan continuamente como vasos comunicantes entre los modelos incentivados y legitimados por la escuela y la práctica misma del escribir en su vida cotidiana, y que les indican dónde, cómo, cuándo, para qué, qué se puede y debe escribir y qué no.

El segundo es su carácter fronterizo y, derivado en buena medida del mismo, su fragilidad. Las cartas se sitúan continuamente entre la norma y la transgresión. A pesar de las limitaciones anteriormente enumeradas, que son aún más fuertes cuando los niños escriben en el espacio canónico del aula, siempre hay un margen de espontaneidad que nos conduce a su personalidad, a su mundo interior, y que nos demuestra su capacidad para transgredir lo establecido y enfrentarse, por tanto, a las restricciones impuestas por el propio género y por quienes tratan de guiar sus primeros pasos en el mundo de lo escrito, bien sean los padres, bien sean los maestros. Por otro lado, dada la influencia constante que los adultos que rodean a los niños ejercen sobre todas sus producciones escritas, las cartas infantiles son fácilmente manipulables, ya que pueden acabar sirviendo a fines que no les son propios y que divergen de aquellos por los que sus autores las crearon. Por ello, resulta imprescindible observarlas siempre como un lugar de encuentro y desencuentro entre los esquemas de los adultos y el mundo visto y entendido desde la mentalidad y la experiencia de vida de los niños.

El tercero se relaciona con su carácter efímero y su conservación selectiva. Las cartas infantiles son, por esencia, efímeras. Quienes las producen, los niños, no suelen tener voluntad de guardarlas, de manera que cuando se han conservado ha sido gracias a la intervención de personas ajenas a su proceso de escritura e incluso de recepción, lo cual conlleva que los intereses a los que responde dicha conservación no estén directamente relacionados con las motivaciones que en su momento llevaron a sus autores y destinatarios a participar en el intercambio epistolar. De ahí que los fondos epistolares infantiles que han sido objeto de salvaguarda, al  margen  de  los  conservados a nível  particular, que han de ligarse fundamentalmente al valor  sentimental que la familia  les  concede,  suelen  ser  aquellos  que  destacan  por  algún  motivo: los  más llamativos o que mejores condiciones  reúnen  desde  el  punto  de  vista  material o los que resultan extraordinarios, curiosos u originales por las informaciones que contienen, especialmente en el caso de aquellos que han sido producidos en un momento clave de la historia, como las cartas transcritas en estas páginas.

4. Una historia de fragmentos

La Historia de los niños no es sino una historia de fragmentos (MONTINO, 2003, p. 81). Los testimonios escritos infantiles, y entre ellos especialmente la correspondencia, al ser la práctica escrita por excelencia desarrollada en la infancia, nos permiten identificar, recoger, unir y dar sentido a esos fragmentos desiguales y dispersos, siempre teniendo en cuenta todos estos rasgos definitorios anteriormente señalados, que hacen de los documentos infantiles productos únicos e irrepetibles.

Cada carta es una “instantánea de un momento determinado de la vida del niño que la escribe” (BANFI y FORABOSCHI, 1995, p. 58). La escritura epistolar ofrece a la infancia una oportunidad de expresarse, de hacerse oír y entender, es reflejo de sí y de su mundo, por mucho que haya quienes siguen insistiendo en que las cartas infantiles, y por extensión todo producto escrito por niños, están enormemente influidas por numerosos agentes externos que hacen de los pequeños escribientes “autores de historias ajenas” más que propias, como si los productos escritos por los adultos no fueran modificados continuamente o no estuvieran condicionados por múltiples factores durante su creación, difusión, apropiación o conservación.

No hay escrito libre de manipulación, y este argumento ya no puede ni debe ser excusa para marginar la producción escrita infantil de la construcción histórica. Siempre fronterizas, liminares, híbridas, en las cartas de los niños existe una tensión natural, inherente y constante entre lo permitido y lo desaconsejado, entre lo espontáneo y lo vigilado, entre la libertad y el control, entre el juego y el deber, entre la inocencia y la manipulación, entre lo público y lo privado, y es precisamente en esa tensión donde reside su verdadera riqueza. Hoy día, en fin, es ya indiscutible que las cartas infantiles constituyen expresiones sin parangón del mundo afectivo e intelectual de los niños, al tiempo que representaciones inigualables, como ha señalado Egle Becchi, de sus “paisajes psíquicos y humanos” (BECCHI, 1998, II, p. 485), y que es imposible prescindir de ellas cuando se trata de dar a conocer y, sobre todo, de hacer entender a la infancia.

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[1] Este trabajo se enmarca en los Proyectos de Investigación Cultura escrita y memoria popular. Tipologías, funciones y políticas de conservación (siglos XVI a XX) y «Scripta in itinere». Discursos, formas y apropiaciones de la cultura escrita en espacios públicos desde la primera Edad Moderna hasta nuestros días (Ministerio de Ciencia e Innovación, HAR2011-25944 y HAR2014-51883-P).

[2] Carta de Tomás García y Teresa Borrás a María de los Ángeles de Chávez Orozco, responsable del Comité de Ayuda a los Niños del Pueblo Español. Barcelona, 20 de agosto de 1938. Ateneo Español de México (México D. F.), Archivo Particular de María de los Ángeles de Chávez Orozco.

[3] Carta de Gilberto Santas a su familia. Leningrado, 23 de junio de 1937. Centro Documental de la Memoria Histórica (Salamanca), Pieza Político-Social de la provincia de Bilbao, caja 14, carpeta 27.

[4] Cuadernos de Linda P., cuaderno nº 2, 1901. Archivio Ligure de la Scrittura Popolare, Università degli Studi di Genova, Fondo Scuola.

[5] Carta de una niña del cuarto grado de la Escuela Elemental del distrito de Davydov a Nadežda Konstantinovna Krupskaja, 27 de enero de 1930. Gosudarstvennyj Archiv Rossijskoj Federacii (Moscú), Fondo A-7279, Sekretariat Zamestitelja Narkoma Prosvešĉenija N. K. Krupskoj, 1922-1939.

[6]Cuaderno de rotación de la Escuela de niños nº 2 de Arganda del Rey (Madrid), 1922-1932. Archivo Municipal de Arganda del Rey (Madrid).

Recebido em: 09/07/2015
Aprovado em: 30/07/2015

Revista Tempo e Argumento
Volume 07 - Número 15 - Ano 2015
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