DOI: 10.5965/2175180307142015132
http://dx.doi.org/10.5965/2175180307142015132
Resumen
¿Es importante enseñar historia de la infancia en la escuela? ¿Por qué y para qué? En este artículo se plantea que la historia de la infancia puede ser un contenido de gran utilidad en la enseñanza de la historia. La enseñanza de una historia en la que los niños aparezcan como actores sociales y no sólo como sujetos subordinados al poder de los adultos podría facilitar procesos de empatía y provocar que los alumnos adviertan que la participación de las personas de su edad (y no sólo de los adultos) es importante en el devenir social. Si los niños en la escuela solo leen que hay un conjunto de actores que “hacen historia” y que éstos son siempre adultos, podrían pensar que tienen una capacidad muy limitada como niños o adolescentes de participar y transformar la sociedad, incluso podrían creer que su participación como niños no es posible ni deseable. A partir de una mirada desde la disciplina histórica, se plantea una reflexión en torno a la historia de la infancia y a su importancia. Para ello, se analiza la presencia de los niños en los libros de texto gratuitos, las causas de la marginación de los niños en la narrativa histórica escolar, algunas problemáticas sobre la historia de la infancia y la importancia de enseñar la historia de los niños y las niñas.
Palabras clave: Historia de la infancia; Enseñanza de la historia; Participación infantil.
Abstract
Is it important to teach history of childhood at school? Why and what for? This article suggests that history of childhood may be a very useful content in history teaching. Teaching a history where children appear as social actors and not just as subjects who are subordinate to the power of adults might make empathy processes easier and motivate students to think that the participation of individuals at their age (and not only adults) is significant for social change. If children at school only read that there is a set of actors who “make history” and that the latter are always adults, they might think to have a rather limited capacity as children or adolescents in terms of participating and changing society, they might also believe their participation as children is neither possible or desirable. From the perspective of history as a discipline, this article suggests a reflection on the history of childhood and its significance. To do this, children’s presence in free textbooks is analyzed, as well as the causes of children’s marginalization in the historical narrative at school, some issues on history of childhood, and the significance of teaching the history of boys and girls.
Key words: History of childhood; History teaching; Children’s participation.
Resumo
É importante ensinar história da infância na escola? Por que e para quê? Neste artigo se propõe que a história da infância pode ser um conteúdo de grande utilidade no ensino da história. O ensino de uma história em que as crianças apareçam como atores sociais e não somente como sujeitos subordinados ao poder dos adultos poderia facilitar processos de empatia e fazer os alunos perceberem que a participação das pessoas de sua idade (e não somente dos adultos) é importante para o devir social. Se as crianças na escola somente leem que há um conjunto de atores que “fazem história” e que estes são sempre adultos, poderiam pensar que têm uma capacidade muito limitada como crianças ou adolescentes de participar e transformar a sociedade, inclusive poderiam acreditar que a sua participação como crianças não é possível nem desejável. Fazendo-se uma análise a partir da disciplina histórica, sugere-se uma reflexão em torno da história da infância e sua importância. Para isto, analisam-se a presença das crianças nos livros-textos gratuitos, as causa da marginalização das crianças na narrativa histórica escolar, algumas problemáticas sobre a história da infância e a importância de ensinar a história das crianças.
Key words: História da infância; Ensino da história; Participação infantil.
A finales de la década de 1970, el filósofo marxista mexicano, Carlos Pereyra, convocó a un grupo de destacados intelectuales a responder una pregunta inherente a la disciplina histórica: ¿Historia, para qué? El resultado fue un libro en el que Pereyra señaló, entre otras cosas, que la historia sirve para crear conocimiento, pero también tiene una función social: “el estudio del movimiento de la sociedad, más allá de la validez o legitimidad de los conocimientos que genera, acarrea consecuencias diversas para las confrontaciones y luchas del presente” (PEREYRA, 1985, pp. 12-13). Pereyra (1985, p. 14) subrayaba el “impacto de la historia que se escribe en la historia que se hace”.
La historia social nacida en la década de 1960, que alentó el estudio de los sectores “olvidados” y “marginados”, de los ciudadanos “de a pie”, provocó una ola de trabajos que giraron en torno a la recuperación de sujetos que no habían sido considerados como actores históricos. Así, el concepto de actor de la historia se amplió a un gran abanico de personajes, obreros, mujeres, indígenas, homosexuales, gitanos, artesanos, burócratas, jóvenes, adolescentes, niños y niñas. Desde la historiografía, centenares de artículos, capítulos y libros se han escrito con el objetivo de rescatar las ideas, acciones y costumbres de múltiples actores de la historia. En el campo de la enseñanza, los investigadores educativos también han enfatizado la importancia de enseñar la “participación” y el “protagonismo” de diversos actores en la historia, para formar en la ciudadanía (pensándola como un concepto amplio que sobrepasa la esfera política) y enseñar una historia plural. Además, se ha insistido en la necesidad de expandir y diversificar el rango de personas que son vistas como actores históricos para ayudar a los estudiantes a pensar acerca de sus propios roles sociales (Heyer, 2003, Barton, 2012, Cummings, 2012, VILLALÓN y Pagés, 2013, Pagés y Villalón, 2013). Sin embargo, los últimos avances historiográficos y didácticos parecen llegar a cuenta gotas a la historia que se enseña en la escuela.
En este artículo me interesa plantear la pregunta que guió el libro compilado por Carlos Pereyra (y a otros tantos) llevándola a la relación entre el campo de la historia de la infancia y su enseñanza, es decir, ¿es importante enseñar historia de la infancia en la escuela? ¿por qué y para qué? Quiero plantear que la historia de la infancia, de los niños y las niñas, un campo cuya fecha de nacimiento se da en 1960 con la publicación de El niño y la vida familiar en el antiguo régimen, de Philippe Ariès, puede ser un contenido de gran utilidad en la enseñanza de la historia. La enseñanza de una historia en la que los niños aparezcan como actores sociales y no sólo como sujetos subordinados al poder de los adultos, podría facilitar procesos de empatía y provocar que los alumnos adviertan que la participación de las personas de su edad (y no sólo de los adultos) es importante en el devenir social. Si los niños en la escuela solo leen que hay un conjunto de actores que “hacen historia” y que éstos son siempre adultos, podrían pensar que tienen una capacidad muy limitada como niños o adolescentes de participar y transformar la sociedad, incluso podrían creer que su participación como niños no es posible ni deseable. Keith Barton (2012) ha sugerido que mientras los estudiantes no vean a gente como ellos reflejada en el curriculum, les puede faltar motivación para estudiar historia o la pueden tomar con poca seriedad. A partir de una mirada desde la disciplina histórica, plantearé una reflexión en torno a la historia de la infancia y a su importancia. Para ello, analizaré la presencia de los niños en los libros de texto gratuitos, las causas de la marginación de los niños en la narrativa histórica escolar, algunas problemáticas sobre la historia de la infancia y la importancia de enseñar historia de los niños y las niñas.
Los niños en los libros de texto gratuitos de Historia en México
En sus estudios sobre la presencia y ausencia de ciertos actores y protagonistas de la historia escolar en el currículum y los libros de texto de varias naciones hispanoamericanas, Joan Pagès y Gabriel Villalón (2013) encontraron que si bien los “otros y otras” de la historia han sido incorporados a la narrativa histórica escolar, su inclusión “ha sido de tipo periférico y como un anexo a la historia oficial que continúa dominando la manera de ordenar la narración histórica en los textos de estudio” (VILLALÓN y Pagés, 2013, Pagés y Villalón, 2013, SantI Obiols y Pagés , 2011, Pagès y Santi Obiols, 2012). El análisis de estos autores confirma que el currículum de historia escolar y los libros de texto van con frecuencia a la zaga de los avances en la investigación histórica. Evidentemente, también van a la zaga de los avances en investigación educativa.
Tomo el ejemplo del tratamiento de la historia de la infancia que hacen los libros de texto oficiales en México porque estos ofrecen un campo interesante para reflexionar sobre el tema.[1] En México, la presencia de los niños y las niñas en los libros de texto oficiales gratuitos de uso en las primarias mexicanas es, como en otros casos nacionales, a todas luces insuficiente. Sin embargo, puede observarse el comienzo de un esfuerzo, que incluso parecería premeditado, por incluir la historia de los niños y las niñas en la narración histórica oficial.[2] En México, el estudio de la Historia en la escuela primaria se aborda localmente desde el tercer grado de primaria y nacionalmente en cuarto y quinto grados. En el último grado (en sexto), se trabaja la Historia del Mundo hasta el siglo XVI. Cada estado de la república elabora su libro de tercer grado y los libros de cuarto, quinto y sexto se elaboran en la propia Secretaría de Educación con equipos de historiadores y pedagogos seleccionados por ésta. En tanto hay 31 estados y un Distrito Federal, existen 32 libros distintos de tercer grado, pero que desde el cuarto grado, los niños de Oaxaca o de Baja California reciben el mismo discurso narrativo e iconográfico que todos los niños del país.
En México, los libros de tercer grado de primaria tienen como uno de sus objetivos contribuir a la formación de la ciudadanía. Esto implicaría una participación infantil informada. A los niños se les enseña en abstracto las formas de participación social y política. Sin embargo, la participación que se pide desde el Estado a los niños es absolutamente constreñida. El libro de texto oficial no sugiere que los niños participen en la política, en los movimientos sociales o ciudadanos y mucho menos en la vida económica. El discurso oficial señala que la participación infantil debe darse en específico en lo que concierne al cuidado del ambiente, la prevención de desastres y la protección del patrimonio cultural y natural. Ese es el campo de acción social de los niños. No otro.
En el libro correspondiente al Distrito Federal, cada uno de los “bloques” o capítulos contiene una sección flotante intitulada “Niños como tú”, cuyo propósito es brindar “datos de cómo vivían los niños del Distrito Federal en épocas pasadas” (Alcántara Ayala, 2012, p. 7). De tal manera, los niños aparecen mencionados en recuadros dos veces en la etapa prehispánica, una en el periodo colonial, una en el siglo XIX y una en el siglo XX. Este libro sobresale en ese sentido, ya que los demás libros de texto de tercer grado no retoman este ejemplo. En cada uno de los libros (cuarto, quinto y sexto grado), los niños del pasado aparecen mencionados alrededor de nueve veces, lo que sugeriría cierta preocupación por integrarlos a la construcción de la historia patria.
¿Qué se dice de los niños del pasado en los libros de texto oficiales mexicanos? ¿Cómo se les representa? ¿A partir de qué temáticas? Los niños en los libros de texto de Historia aparecen generalmente como sujetos subordinados al mundo adulto y relacionados con cuatro temáticas centrales: 1) la escuela, 2) la guerra, 3) el trabajo y, 4) la vida familiar. Se subraya su condición de víctimas (eran sacrificados por los mexicas, asesinados en las guerras, muertos en los terremotos o puestos a trabajar desde temprana edad), o como sujetos en vías de formación, especialmente en formación hacia la vida adulta (a través de la educación familiar, la escuela, el juego o la ayuda en las labores domésticas), pues en teoría esto último permite insertarse adecuadamente en los procesos de socialización (Thorne, 2012). Así, los niños mexicas aparecen en los libros acudiendo al Telpochcalli, donde se les educaba para la guerra o para algún oficio, o al Cuicacalli, donde se les enseñaban artes y canto. Algunos de ellos sembraban semillas, eran representados en vasijas, ofrecidos como sacrificios a los dioses o asesinados en las guerras de conquista. Durante el Virreinato, ayudan en las labores diarias del hogar (labores divididas por género) y los más pudientes se educan con clérigos. En el siglo XIX, el libro de texto avisa a los pequeños lectores que los niños no iban a la escuela, que pocos sabían leer y escribir y que los niños más pobres debían trabajar. Los libros resaltan la relación de los niños con la Revolución Mexicana y destacan a los “Niños de Morelia” a quienes se dedica dos páginas del libro de quinto grado. Los 400 niños exiliados republicanos españoles que llegaron a México en 1939 por gestiones del presidente Lázaro Cárdenas aparecen como claras víctimas de la guerra aunque se reconoce su capacidad de “enseñar sus juegos a los niños mexicanos”, además de canciones de guerra y “costumbres que fueron adoptadas por los habitantes de Morelia y hoy en día son parte de la cultura de México” (Balbuena corro, 2014b, pp. 148-149). Para el caso del libro de sexto grado, los niños aparecen como descubridores de la agricultura, asisten a las escuelas en Atenas, donde escribían en tablillas de cera y practicaban deportes o jugaban con juguetes. En la Roma clásica, explican los libros, los niños se divertían imitando a los gladiadores mientras las niñas se preparaban para el matrimonio. La narración sobre la Edad Media habla de cómo los niños ayudan en el pastoreo, en las labores domésticas o en las guerras de conquista. En suma, los libros de texto de primaria en México ciertamente dan un panorama general sobre algunas actividades de los niños en la historia y presentan algunos atisbos a la participación infantil en el pasado, haciendo especial énfasis en los momentos bélicos.
Aunque los niños están en cierta forma representados en los contenidos de los libros de texto, el plan y programa de estudios de Historia ni entre sus aprendizajes o competencias esperados contempla que los alumnos de primaria identifiquen la participación histórica de los niños del pasado y mucho menos que trabajen conceptos como el de actor social. Y ese no es un tema menor. Si sólo se incluyen anécdotas de los niños en la historia, éstos contenidos pueden volverse superfluos y estar lejos de promover un pensamiento crítico. En ese sentido, resalta que el término “participación” en el programa de historia de educación primaria aparezca sólo con el objetivo de que los alumnos:
Los aprendizajes esperados para la asignatura de Historia, reducen entonces la “participación” a los adultos (Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, “los ciudadanos”) o al gran Estado-nación: México. El que “México” se conciba como un “sujeto de la historia”, con capacidad de participar en eventos deportivos o en la guerra mundial, da cuenta del poco caso que los hacedores del curriculum han hecho a varias investigaciones en el campo que han demostrado lo confuso que puede ser para niños y adolescentes entender a un país como un actor de la Historia. Barton (2012) y Heyer (2003) han explicado que al hablarles así a los niños éstos terminan atribuyéndole literalmente emociones y deseos a entidades abstractas.
Aunque la participación forma parte de los objetivos de la asignatura de Formación Cívica y Ética, éstos tampoco invitan a tomar algún ejemplo del pasado. Tenemos entonces que los objetivos explícitos de la asignatura de Historia no fomentan que los niños reconozcan a los diversos agentes de la historia, ni que amplíen su definición de “acción social” a todas las transformaciones de la vida pública o desarrollen un sentido de participación en el presente a partir de un conocimiento de experiencias del pasado. Así, la participación no aparece ni como concepto ni como herramienta de comprensión histórica en el programa de estudios de Historia de la Secretaría de Educación Pública en México. Barton (2012) ha señalado que la sola mención a los múltiples actores de la historia no favorece por sí misma una comprensión de la acción histórica. Es necesario que se llame la atención explícitamente sobre los conceptos y su aplicación en los temas que se estudian.
Entonces, ¿en qué momentos el término “participación” se vincula a los niños en los libros de texto de Historia de la educación primaria? En tres ocasiones. Todas ellas vinculadas a la guerra. En el libro de cuarto año se presenta la “participación heroica del niño artillero” como “un dato interesante” en la guerra de Independencia de México aludiendo al hecho de que un batallón de niños liderado por Narciso Mendoza, un niño de 11 años que recogió una antorcha y disparó un cañón contra el ejército realista, permitiendo la reorganización de los insurgentes (BALBUENA CORRO, 2014, a).
En el libro de quinto grado la “participación” se refiere a los niños de la Revolución Mexicana que sirvieron en el campo de batalla, en el redoble de tambores, el cuidado de los caballos, como centinelas, mensajeros o ayudantes de cocina. No es fortuito que este tema aparezca, ya que es uno de los campos sobre los cuales más ha abrevado la historia de la infancia en México, lo cual indicaría que los autores del libro de texto, entre los que se encuentran reconocidos académicos, pusieron especial atención en rescatar estos aportes (BALBUENA CORRO, 2014, b).
El último vínculo explícito de los niños como partícipes de la historia aparece en el libro de sexto año, y se vincula también a la guerra (BALBUENA CORRO, 2014, c), me refiero al caso de las “cruzadas infantiles” en la Edad Media, aunque la literatura académica ya haya señalado que éstas no eran ni cruzadas ni infantiles (DEVRIES, 2002).
Algo similar sucede con el término “protagonista”. En el libro de Historia: Cuarto grado, la palabra aparece una sola vez, en un ejercicio donde el alumno debe identificar a los protagonistas de una leyenda antigua. En el libro de Historia: Quinto grado, el término aparece refiriéndose a los ferrocarriles como “protagonistas” de la Revolución Mexicana. En el libro de sexto, literalmente, no hay protagonistas. Esto resulta importante porque hablaría de cierto esfuerzo por borrar a los “protagonistas” entendidos como las personas que desempeñaron un papel central, lo cual puede obedecer a un intento por eliminar de una vez por toda a los grandes héroes en la narrativa. Cabe mencionar que la palabra héroe sólo aparece en dos ocasiones, la primera en quinto grado en una referencia a los “niños héroes”, seis cadetes entre 14 y 20 años que en 1847 murieron en la Batalla de Chapultepec, en la que se enfrentaron tropas mexicanas y tropas estadounidenses. La segunda vez, el término héroe aparece en una actividad para discutir críticamente el culto a los héroes del siglo XIX.
El término “participación”, en cambio, aparece ahora ligado estrechamente a la historia de las mujeres, temática que ha ido ganando terreno en la historia escolar. Sin embargo, aunque es notable el esfuerzo de quienes elaboran los libros por agregar la palabra “participación” siempre que se habla de las mujeres en la historia, éstas todavía aparecen como sujetos secundarios en los libros de texto. Los hombres que emergen en los textos son tantos, que incluso parecería una redundancia calificarlos a ellos también como protagonistas. En suma, en el discurso histórico de los libros de texto oficiales, domina la idea de la participación histórica como un campo exclusivo de los adultos.
A todo esto se suma que los atisbos de historia de la infancia que se presentan no explican la historicidad de los niños, no aluden a la infancia como un concepto histórico-cultural, no atienden a la diversidad de experiencias infantiles y, en consecuencia, tampoco promueven la reflexión sobre cómo los niños han sido excluidos, oprimidos, castigados o controlados por los adultos y cómo han respondido a ello, elementos que resultarían claves para desarrollar un sentido crítico hacia el pasado y el presente.
¿Cuáles son las causas de que generalmente los niños estén ausentes en la narrativa histórica escolar?
A estas alturas resulta evidente que aunque la historia de la vida cotidiana, la historia de las mentalidades y la historia cultural y social han permeado la narrativa histórica escolar, es la historia política la que predomina en los libros de texto e incluso en el aula. Sin embargo, si la presencia de los niños es escasa en los libros de texto, este es un mero reflejo de que su presencia es también ínfima en la producción historiográfica en Hispanoamérica, a pesar de que este campo de especialización se encuentre en evidente consolidación. Pero, por otro lado, la exclusión de los niños obedece también a que la historia está profundamente centrada en conocer las experiencias de los adultos en el pasado. De tal forma, como critica la socióloga feminista Barrie Thorne, incluso los trabajos más innovadores en torno a la historia de las mujeres, que han pretendido desplazar el foco de atención de los hombres a las mujeres, lo han hecho poniendo a las mujeres adultas como el centro del análisis, continuando con el destierro de las niñas y los niños del relato (THORNE, 2012).
La marginación de los niños de los trabajos historiográficos, de los libros de texto y de la historia enseñada, responde en gran medida a una visión dominante y adultocéntrica, que ha minimizado su protagonismo y su acción y, en cambio, los ha considerado actores periféricos, subalternos, sin autoridad, sin poder de transformar, así como receptores pasivos de las políticas públicas y, en suma, sujetos supeditados al poder del mundo adulto. Esto se suma a un predominio de la historia política sobre otros campos del saber historiográfico.
El estudio de las experiencias y prácticas de los adultos ha oscurecido los comportamientos, acciones y puntos de vistas infantiles. Los niños son pensados, antes que nada, como aprendices y receptores de la cultura adulta, de ahí que encontremos una fórmula repetida ad infinitum: “los niños son los futuros ciudadanos” en vez de pensar que pueden comportarse como sujetos activos y transformadores en el presente. Solemos imaginarlos en función de su futuro prometedor como adultos y las investigaciones históricas han insistido en estudiarlos así, de tal modo, en el campo que más se ha acercado a la historia de la infancia, la historia de la educación, los historiadores han dado más peso a los distintos proyectos educativos, sociales, políticos o económicos para convertir a los niños en los ciudadanos del futuro y han prestado poca atención a las experiencias y prácticas infantiles. Los niños, por decirlo de algún modo, han sido los sujetos más marginados de la historia de la educación, enfocada casi siempre en estudiar el curriculum, las instituciones, las teorías pedagógicas, la legislación, las políticas educativas, la función docente, los materiales didácticos pero poco abocada a pensar en los niños ya no sólo como receptores de todo esto, sino como reproductores, como agentes con capacidad de apropiarse, discutir y resistir a los paradigmas construidos para ellos. Es decir, si pensamos a los niños constantemente como el lugar ideal para construir utopías sobre el adulto y el ciudadano estamos olvidando que los niños participan en el presente y, por ende, los estamos pensando sin acción social importante en el presente. Los estamos preparando más para ser los adultos del futuro y no los niños críticos y participativos que requiere el presente.
La enseñanza de la historia de la infancia per se puede volverse una historia anecdótica si no se tiene muy claro el paradigma de niño que se desea construir, ¿un niño activo, partícipe de la vida social o un niño pasivo, obediente y domesticado? Desde hace varias décadas los pedagogos, psicólogos, antropólogos y sociólogos han asumido que los niños no son receptores pasivos de la cultura sino que activamente construyen, reproducen e interpretan el mundo (THORNE, 2012), se ha enfatizado el poder transformador de los niños a través de su apropiación de la cultura adulta y la construcción de culturas propias de pares (CORSARO, 1985). Se ha estudiado su capacidad de participar en la toma de decisiones y de organizarse autónomamente. Eso es quizá lo que debería reforzar una la historia de la infancia en el aula.
Si, como a finales de los años 70 señalaba Pereyra (1985, p. 23), “la historia se emplea de manera sistemática como uno de los instrumentos de mayor eficacia para crear las condiciones ideológico-culturales que facilitan el mantenimiento de las relaciones de dominación”, tal vez deberíamos retomar con mayor enjundia ciertos “combates por la historia” para tratar de incluir a todos aquellos “dominados” y “olvidados” y mostrar sus relaciones de oposición, de resistencia y sus posibilidades de construir culturas alternativas. De tal manera, es necesario dar un giro narrativo, (¿un giro didáctico también?) y pensar la historia desde una perspectiva que otorgue un lugar de importancia al niño y a todas las identidades que pueden atravesarlo (la etnia, el género, la clase social). La historia de los niños es fundamental para una comprensión más detallada de la vida social, económica, cultural y política del pasado pues permite observar los procesos históricos desde otra óptica, atender a detalles que han pasado desapercibidos, dar cuenta de emociones familiares, de políticas estatales fallidas o exitosas y sobre todo, contar una historia plural.
Enseñar historia de los niños permite poner en diálogo las perspectivas infantiles con las adultas y advertir cómo se han relacionado los grandes con los pequeños, observar cómo los adultos moldean la infancia pero también cómo los niños influencian a los adultos. Como señaló Anthony Giddens (1979), el desarrollo de la infancia no es solo el tiempo transcurrido para el niño, es también el tiempo que transcurre para sus figuras parentales y para todos los demás miembros de la sociedad. El niño no es una esfera separada de otras. La socialización involucrada no es sólo la del niño sino la de los padres, los maestros, y aquellos con los que el niño está en contacto. La socialización no es un proceso unidireccional. No es “la incorporación del niño en la sociedad”, sino un proceso de interacción entre los actores (GIDDENS, 1979, p. 130). Si los niños cumplen un papel de bisagra generacional, son transmisores de valores, marcan continuidades, rupturas, cambios con el pasado ¿por qué, entonces, los hemos excluido de la historia narrada?
Algunas consideraciones sobre la historia de la infancia
Muchos se preguntan si es realmente importante hacer historia de un grupo cuya constitución es definida por la edad. Durante el siglo XX, los menores de 18 años constituían el 40% de la población en gran parte de las naciones latinoamericanas, es decir, no eran un grupo poco importante. Como no lo eran en periodos previos donde la esperanza de vida era mucho más corta. Sabemos, por ejemplo, que en el México prehispánico, no había mucha gente de 40 años y que en la Antigua Roma la esperanza de vida al nacer no sobrepasaba los 30 años.
La edad, como señaló Steven Mintz (2008), es un conjunto de signos que individuos y sociedades usan para medir sus progresos en el curso de una vida. Es también una experiencia subjetiva que queda en la mente de las personas mientras crecen y envejecen. La edad puede identificarse con los hitos de desarrollo que se esperan de una persona, con ciertas formas de comportamiento, apropiado e inapropiado. La edad puede ser una categoría organizadora y un sistema de poder y jerarquía vinculado a derechos o a prohibiciones. En suma, la categoría de edad está profundamente imbuida en las relaciones personales, las estructuras institucionales, las prácticas sociales, las leyes y las políticas públicas (MINTZ, 2008, pp. 17-22).
Desde la historia, la infancia se ha estudiado predominantemente como una construcción sociocultural compuesta por representaciones, dispositivos institucionales, producciones culturales, opiniones, discursos e imaginarios construidos por los adultos. De tal forma, son las políticas estatales, los artefactos culturales (libros, revistas, música, películas) y las ideas de los adultos las que imperan en la literatura académica y son minoritarios los trabajos que han sostenido que las características y los atributos de los niños no sólo fueron definidos por los adultos “desde arriba” sino que los niños fueron actores capaces de interactuar, dialogar o resistir a estas construcciones de muy variadas maneras. Si sólo centramos la mirada en las ideas y concepciones que los adultos tuvieron sobre los niños, en la forma como se idearon teorías pedagógicas o formas de controlar a la infancia terminamos por convertir a los niños en sujetos pasivos, receptores de políticas educativas o económicas y, sobre todo, los privamos de tener un lugar en la historia como actores sociales.
Si bien la niñez y adolescencia son categorías que se pueden definir como un fenómeno natural desde el punto de vista biológico y psicológico, como humanistas o como científico sociales, es importante enseñar que la infancia no puede ser definida solamente en términos de edad, porque está conformada por fenómenos políticos, económicos y sociales. Si vamos a enseñar historia de la infancia tenemos que partir de la idea de que el niño, el adolescente o el joven son categorías culturales e históricas. La infancia es una variable social conectada y afectada íntimamente por la totalidad de las relaciones sociales dentro de una sociedad. Es por eso que el estudio de la infancia debe ser relacional. El significado del trabajo infantil, del consumo, de la escolarización o de cualquier otra experiencia de los niños del pasado solo puede comprenderse observando cómo es afectado por un arsenal de fenómenos (políticos, ideológicos, culturales y socioeconómicos) y como se relaciona con los conflictos y contradicciones de una sociedad y sus actores, en cada época coexisten múltiples significados de la niñez. En todo esto ha insistido Steven Mintz (2008).
Actualmente predomina la idea de que la niñez es una categoría de dependencia, un término que define tipos de relaciones de sumisión, e inferioridad corporal o debilidad, inactividad económica y sexual, como vivir en el hogar paterno o tener carencia de derechos políticos. Pero estos criterios no aplicaban para la mayor parte de las sociedades del pasado. No hay una definición única de niño, no es posible definir a un niño en términos de edad, en términos de dependencia, de inocencia, de sexualidad inactiva o de alejamiento del mundo laboral. Desde 1900, Freud nos dijo que los niños no son inocentes sino perversos. La inocencia, un atributo que pertenecía a la esfera infantil por antonomasia, hoy en día se usa como un gancho publicitario para vender ropa a mujeres de 40 años. ¿Podemos definir al niño como alguien que depende económicamente de un adulto? No en la mayor parte de Hispanoamérica y no en la mayor parte del pasado. ¿Se puede definir la niñez por la falta de vida sexual? Una persona puede ser “niño” en un aspecto pero no en otros. Una niña en distintas culturas puede ser escolar, madre, trabajadora, o una prostituta. Un buen punto para comenzar a hablar de historia de los niños a los niños exige mostrarles estos aspectos, pues ello permitiría a los alumnos pensarse históricamente.
Insisto, hay que partir de la idea de que en ninguna sociedad de ninguna época existió ni existe una definición general, modelo único o representación homogénea de lo que es un niño, como tampoco de lo que es ser una mujer o un viejo. Por eso, resulta fundamental estudiar los rasgos particulares que tiene la niñez en distintos contextos y épocas, porque las ideas y actitudes hacia la infancia están en constante negociación y construcción.
El “niño histórico”, el historizable, surgió gracias a los cruces epistemológicos de la historia cultural y la historia social, pero el niño como agente y sujeto de la historia, devino especialmente de los efectos de la Convención sobre los Derechos del Niño en el mundo académico. La Convención, promulgada por la Asamblea General de las Naciones, en 1989, pensando en el interés superior del niño, lo erigió como un sujeto de derechos, con derecho a participar, a la libertad de expresión, a la no discriminación, a la vida, la supervivencia y el desarrollo. El concepto de “participación infantil” cobró presencia como nunca antes. El niño, a partir de ese año, fue entendido ya no como un objeto de políticas públicas sino como un sujeto de derechos. Aunque la Convención no señaló explícitamente el derecho a la participación infantil, varios de sus artículos hicieron referencia al derecho de los niños y las niñas a expresar sus opiniones y que éstas fueran tenidas en cuenta (Art. 12), el derecho a la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas (Art. 13), y el derecho a crear asociaciones y celebrar reuniones pacíficamente (Art. 15). Esto, evidentemente, contribuyó a ampliar el concepto de ciudadanía y poder hablar de ciudadanía infantil (MÉXICO, 1992).
Como efecto de la Convención, en los años 90 se construyó una muy amplia agenda interdisciplinaria para acercarse a los niños e incluso emergieron nuevos campos de estudio como los Childhood Studies. Sobre todo, surgieron nuevas preguntas para estudiar a los niños. Los investigadores trataron de explicar cómo los niños construyen infancia, cómo construyen cultura, cuáles son y han sido sus perspectivas sobre la sociedad y sus problemas o cómo la infancia se convierte en un elemento que estructura la vida social o económica. La difusión de estas ideas provocó que algunos historiadores de la infancia dejaran de estudiar qué decían los adultos sobre los niños y dieran un “giro hacia el niño”, es decir, no hacia la infancia como un paradigma ideal construido por los adultos, sino hacia los niños como sujetos capaces de interactuar con las construcciones hechas para y sobre ellos, de elaborar formas de socialización propias e incluso de generar cultura.
¿Para qué enseñar historia de la infancia a los niños y las niñas? ¿Qué historia de la infancia enseñar?
¿Cómo convive la marginación de los niños en la narrativa histórica escolar con sus prácticas sociales en el presente, con sus ideas y razonamientos en torno a su participación o la defensa de sus derechos? Algunas investigaciones han avanzado en ese sentido y han mostrado que los niños, al no verse representados como actores históricos en la historia escolar, no se ven a sí mismos como parte de los personajes que están estudiando y no pueden dar significado a la historia o a nociones abstractas como la de ciudadanía (HEYER, 2003). Sabemos, por una encuesta del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en España que de 17,000 alumnos de secundaria y primaria el derecho más valorado era el de tener una familia y uno de los menos apreciados fue el de participación. [3] Lo que resulta evidente es que los discursos históricos que se enseñan en la escuela (al menos desde el curriculum y los libros de texto oficiales) no se preocupan por trabajar la participación de los niños y las niñas en la vida económica, social y cultural en el pasado. Si la historia “impregna la práctica misma de los agentes, quienes actúan en uno u otro sentido según el esquema que la historia les ha conformado del movimiento de la sociedad y la actuación de esos agentes está decidida, entre otras cosas, por su visión del pasado de la comunidad a la que pertenecen y de la humanidad en su conjunto” (PEREYRA, 1985, pp. 121-122), puede intuirse que la información que reciben los escolares del presente les proporciona elementos suficientes para construir una idea de sus pares en el pasado y mucho menos para verlos como sujetos activos, como actores sociales. Con la historia enseñada es difícil que los niños se asuman como actores de la historia.
Aquí la historia de la infancia puede cobrar bastante importancia. Es decir, enseñar una historia de la infancia en la que predomine la voz de los niños, sus acciones e ideas, puede ser un elemento significativo en la enseñanza de la participación. Una de las definiciones de participación más reconocidas es la que desde la perspectiva del desarrollo humano, elaboró Roger Hart (1993, p. 5), quien utilizó el término participación “para referirse de manera general a los procesos de compartir las decisiones que afectan la vida propia y la vida de la comunidad en la cual se vive”. Para Hart (1993, p. 5), la participación es “el medio por el cual se construye la democracia y es un criterio con el cual se deben juzgar las democracias. La participación es el derecho fundamental de la ciudadanía”. Hart (1993, p. 4) sostiene que “la confianza y la competencia para participar deben adquirirse gradualmente con la práctica. Por esta razón debe haber oportunidades crecientes para que los niños participen en cualquier sistema que aspire a ser democrático y particularmente en aquellas naciones que ya creen ser democráticas”.
Si la participación no debe enseñarse como una abstracción y sólo se puede adquirir por medio de la práctica (HART, 1993, p. 5), la historia de la infancia puede contribuir a mostrar formas de participación que fueron exitosas o fallidas. La participación, como el protagonismo de los actores en la historia, es un tema complejo, en tanto se han cuestionado los alcances de la autonomía infantil y especialmente su autenticidad. La propuesta de Hart muestra que la participación de los niños no necesariamente debe estar separada de la esfera de participación adulta sino que el investigador debe advertir cuál es el grado de interacción de los adultos y niños en este proceso. Así, a través de su modelo de “escalera de participación infantil”, Hart (1993) subdivide y reconoce cinco distintas formas de participación infantil. Señala tres niveles que no pueden considerarse participación: la manipulación o engaño de los niños; el uso de los niños como elementos “decorativos”, para promover alguna causa; y la participación simbólica, por ejemplo, cuando se usa a los niños como “fachada”, “para impresionar a políticos o a la prensa”. Hart (1993) asume que la participación infantil inicia en el momento en que los niños están informados, y aunque no sean quienes inicien ciertas acciones, sienten la información y sus proyectos como propios. El último grado de participación, el más genuino, se logra cuando las acciones son emprendidas por los niños aunque sus decisiones estén compartidas con los adultos. Sobre la participación de los niños como actores y como sujetos sociales hay varias perspectivas. Manfred Liebel (1996, p. 23), que ha estado muy cercano a los Movimientos de Niños y Adolescentes Trabajadores en América Latina, ha señalado que “el protagonismo infantil se manifiesta cuando el niño o la niña se comprende como sujeto social y se siente capaz de participar y transformar la realidad”. Tanto Giddens (1979) como Barton (2012) han hablado de una agencia histórica que no tiene que ver sólo con el involucramiento político a larga escala, sino más bien con las mínimas acciones y decisiones cotidianas, mismas que influencian el desarrollo histórico de las culturas y las sociedades. En suma, la participación infantil tiene y ha tenido distintas dimensiones y niveles.
Con frecuencia, como he señalado al inicio, los niños aparecen en los libros de texto como víctimas. Efectivamente los niños fueron víctimas, pero si sólo enseñamos e historiamos las formas históricas de opresión que han vivido los niños podemos correr el riesgo de victimizarlos y restarles capacidad de agencia. Deberíamos sacar a los niños de su papel de víctimas o de sujetos constantemente educables. Si mostramos cómo los niños fueron fundamentales a lo largo de la historia para la sobrevivencia familiar, cómo trabajaron en las más variadas labores, cómo resistieron a la dominación en las casas correccionales, en sus empleos en talleres artesanales, cómo fueron capaces de elaborar estrategias para mejorar la venta de productos en las calles de las principales ciudades latinoamericanas o cómo pudieron elaborar discursos e interpretaciones propias sobre los sucesos y procesos que les tocó vivir, podemos, parafraseando a Barton (2012), hacer que los niños de hoy puedan aprender cómo la gente resistió, tomó acción y encontró espacios para hacer sus vidas más satisfactorias. Pereyra (1985, p. 21) decía que “quienes participan en la historia que hoy se hace están colocados en mejor perspectiva para intervenir en su época cuanto mayor es la comprensión de su origen”.
A diferencia del historiador italiano Giovanni Levi (1996, pp.13, 17), quien en su Historia de los jóvenes sostuvo que los niños son los grandes mudos de la historia y que “sólo suelen tener un cometido pasivo”, pienso que los niños están muy lejos de ese papel. Efectivamente las acciones, sentimientos, miradas y perspectivas de los niños sobre el mundo, los sujetos o los acontecimientos que los rodearon suelen pasar desapercibidos en la narrativa de los grandes sucesos y procesos históricos nacionales, reconstruidos generalmente a partir de la documentación elaborada por los adultos, que con frecuencia silencia su bullicio y alboroto y glorifica el actuar de los adultos. Los documentos o testimonios producidos por ellos no se han considerado fuentes dignas de conservarse pues no entran en lo que se ha delineado como “lo histórico”.
La comprensión de la historia de la infancia es esencial porque se vincula con muchos temas: con el incremento de las políticas estatales para educar, para corregir, para controlar, con el surgimiento de instituciones burocráticas, con el desarrollo del estado de bienestar, el triunfo de ciertas terapéuticas o la emergencia de los sistemas jurídicos. La historia de la infancia se vincula directamente con la formación del Estado. Los niños están inextricablemente unidos a los eventos centrales de la historia de un país y juegan un papel importante en la reproducción del orden de clase (MINTZ, 2008, p. 17). Los niños son y han sido fundamentales en la transmisión y reproducción generacional y en el desarrollo de las identidades colectivas.
Sólo si pensamos en el siglo XX, podemos observar que los niños se vieron involucrados en un amplio rango de relaciones sociales, culturales y económicas como la escolarización, la modernización, el trabajo en las calles, fábricas y mercados, el consumo de bienes materiales y producciones culturales, el ahorro y el cooperativismo promovido en las instituciones escolares. Todas sus actividades generaron espacios de socialización, configuraron identidades y los hicieron partícipes del desarrollo socioeconómico, produciendo nuevas valorizaciones de la infancia. La participación de los niños estuvo condicionada por el género, la etnia, la clase social y el entorno (rural o urbano) en el que vivían. A lo largo del siglo XX los niños fueron considerados “sujetos económicamente valiosos”. En la primera mitad del siglo diversas instituciones y actores sociales y políticos en América Latina reforzaron el papel del niño como trabajador, especialmente si provenía de sectores populares. Las niñas y los niños, por pequeños y frágiles que parecieran, elaboraron y pusieron en práctica mecanismos de resistencia a lo que consideraban prácticas de abuso y de explotación, lo que comprueba no sólo que no asumían pasivamente el rol que se les exigía sino que eran y son, actores sociales capaces de actuar, negociar, transformar su medio e incluso resistir a la dominación ejercida por los adultos.
Al enseñar historia de la infancia debería hacerse énfasis en que la participación infantil ha sido una constante a lo largo de la historia, y que la acción o agencia, es social y culturalmente construida, es decir, no es estática, significa acciones y elecciones. Los individuos no nacemos como actores sociales, la participación se construye y cambia a lo largo del tiempo. Y en tanto no es esencialista y se construye socialmente, hoy podemos construir niños con acción social. Si defendemos y fomentamos el derecho de los niños a participar como sujetos sociales y los vemos como sujetos copartícipes en la construcción de la sociedad, podríamos comenzar a pensar en qué formas participaron en el pasado. Como señala Alessandro Baratta (2007), los niños, como las mujeres, fueron los excluidos del contrato de la ciudadanía moderna y es hora de que aquéllos excluidos, comiencen a ser incluidos. Si Pereyra subrayaba el “impacto de la historia que se escribe en la historia que se hace”, creo que enseñar historia de la infancia podría impactar favorablemente en la participación de los niños, las niñas y los adolescentes hoy y, sobre todo, en el aprendizaje de una historia plural.
Referencias
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[1] En 1959 se creó la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos que bajo el principio constitucional de que la educación básica era gratuita, era necesario proporcionar a los alumnos materiales de estudio que no les implicaran un gasto. De tal forma, los libros de texto gratuitos se consideraron un derecho social.
[2] Debo mencionar que reconociendo que las imágenes desempeñan un papel central en la enseñanza de la historia este artículo centra su análisis en los textos y no en las imágenes de los libros del texto. En algún sentido sigue el planteamiento de Barton en relación a que no sólo es la mención a ciertos hechos o actores lo que permite la comprensión histórica sino el análisis o mención explícitos de conceptos o temas.
[3] Enrédate.org., “Tema 11. Participación infantil”. pp. 5-6. http://www.sename.cl/wsename/otros/unicef.pdf